miércoles, 30 de noviembre de 2011

EL TEJADO SOBRE EL VIOLINISTA.

EL TEJADO SOBRE EL VIOLINISTA.
Edgard J. González.-


Existen muchas religiones en el mundo, el único que conocemos, yo no profeso ninguna de ellas. No conjugo el verbo creer, prefiero otros verbos, como comprender, tolerar, compartir, amar, vivir. Por ello, para juzgar a una persona lo menos que considero es su religión, me interesan más sus otras cualidades.

Entiendo que hay tres religiones primordiales, la Judía, la Cristiana y la Musulmana, mencionadas según el orden en que aparecieron. Su común denominador es el espacio donde nacen y se desarrollan, el medio oriente, donde se encuentran la denominada Tierra Santa y la mítica Jerusalem, de significación esencial para los tres dogmas. En esa porción del planeta han ocurrido terribles enfrentamientos. Las Cruzadas, que por siglos a comienzos del segundo milenio, desde Europa trataron de imponerle a sangre y fuego la creencia católica a otros pueblos. Los enfrentamientos que constantemente producen heridos y muertos entre árabes e israelíes desde 1948, año en que nace el Estado de Israel, ocupando del territorio árabe una ínfima porción, también comprometido al establecimiento del Estado Palestino a su lado.

Ambos, judíos y palestinos, han conocido persecuciones y diáspora, ambos merecen un hogar nacional permanente. La mayor prueba de que pueden vivir siendo vecinos, es que han compartido ese espacio durante miles de años, y durante los últimos sesenta esa violencia de los extremistas de los dos bandos no ha logrado ni su exterminio ni su renuncia a la tierra de sus ancestros.

Uno de los muchos daños colaterales de esta guerra estéril y absurda es su traslado a otros países, como bandera para que obligatoriamente apoyemos a uno de los dos bandos en ese complicado conflicto histórico. El inmaduro reduccionismo que sólo ve los hechos en blanco y negro, exige que nos ubiquemos incondicionalmente a favor de unos y en contra de sus adversarios, como si no hubiese la opción de que lleguen a un acuerdo en torno a la tantas veces pospuesta división del territorio y la mutua solidaridad entre dos Estados, que tendrían más en común que aquello que hoy los separa y enfrenta.

En Venezuela particularmente hemos disfrutado de la compañía y la contribución al desarrollo del país, de judíos y árabes, durante el tiempo suficiente para considerarlos nuestros hermanos, y desde el afrancesado siglo 19 no hacemos distinciones entre los nacidos en otras tierras y les llamamos -cariñosamente- “musiues” (derivado del “monsieur” mal pronunciado por las mayorías). Hay un episodio que nos enaltece como sociedad sin prejuicios y hospitalaria, ocurrido a finales de 1938 e inicios de 1939, que nos inscribe como pueblo civilizado en medio de la violencia desatada en la Europa amenazada por la barbarie hitleriana, que hizo de los judíos el conveniente chivo expiatorio para consolidar un megalómano proyecto de colonización del mundo, afortunadamente derrotado por las fuerzas aliadas, luego de ocho años de destrucción y salvajismo.

Más de doscientos judíos lograron salvoconductos para salir de la Alemania Nazi, donde su destino inmediato iba del ghetto al campo de exterminio. Pero el régimen nazi movió sus influencias y les negaban el acceso en el Caribe, incluso donde ya tenían el trámite de ingreso autorizado, Trinidad. Los dos barcos con su cargamento de refugiados, el Caribia y el Koenigstein, tocaron puerto en La Guaira, pero tuvieron que proseguir viaje hacia las antillas neerlandesas, hasta que ya en alta mar recibieron la grata información de que el gobierno de López Contreras autorizaba el desembarco de su valioso contenido. Como iban en ruta a Curazao, al retorno el puerto más cercano era Puerto Cabello, donde desembarcaron ya de noche. En enero de 1939 esa localidad era muy poco parecida a la actual. Menos población, limitada infraestructura y escasa iluminación. Sin embargo, la noticia de la llegada de esos musiues perseguidos por el hombre que amenazó con un tercer Reich que duraría mil años (a los doce años apenas estaría suicidándose, ante la evidencia de un fracaso absoluto en su obsesión militarista), llegó a buena parte de los porteños, quienes dispusieron un operativo de recibimiento que incluía iluminar con antorchas y los faros de los pocos automóviles que tenían, y con ello vencer la enorme oscuridad de aquel bastión costero que se ofreció como la segunda imagen de su nuevo hogar. Esos judíos pudieron llegar a la conclusión de que no venían de, sino que estaban llegando al primer mundo, puesto que en la cuna de las civilizaciones se gestaba el exterminio de los que pensaban diferente, y en lo que se catalogaba como la porción salvaje y subdesarrollada, los recibían con los brazos abiertos, les colmaron de sincera hospitalidad y les permitieron rehacer sus vidas sin siquiera preguntarles por su religión. A nivel oficial y a nivel popular encontraron la misma actitud humanitaria que nos conforma como una sociedad bondadosa.

Hoy, cuando en mi país escasean los alimentos y debemos importarlos para medio abastecer los mercados, llevamos diez años de sistemática siembra de odios, e importación de fanatismos ajenos. Me niego a tomar partido por una opción que implique la destrucción del otro. Porque me identifico con quienes abrieron sus brazos y nuestra tierra a judíos y árabes, chinos y colombianos, portugueses y chilenos, españoles y dominicanos, italianos y trinitarios, generando este maravilloso “melting pot” que nos hace un pueblo mestizo y desprejuiciado, a pesar del criminal intento de cultivar racismo entre nosotros. Porque estuve en Dachau y en el refugio de Ana Frank, y rechazo la irresponsabilidad de quienes pretenden negar el Holocausto. Porque estoy en contra de la violencia, y en favor de la coexistencia pacífica (que necesariamente debe ocurrir entre quienes son diferentes, de lo contrario no sería coexistencia), y ello incluye mi respaldo a la simultánea expresión de la nacionalidad sobre un territorio propio, tanto de palestinos como de israelitas. Porque las más duras y bien argumentadas críticas a las respuestas bélicas del Estado de Israel las he conocido por boca o pluma de ciudadanos de ese país, lo que reivindica su carácter democrático y la solidez de sus instituciones. Porque sé que toda moneda tiene dos caras y no acepto la versión de único malo asignada a Israel, mientras ni siquiera mencionan las agresiones perpetradas por los fundamentalistas del lado que pretenden maquillar de angelical. Porque si solamente debo sopesar en la balanza las hazañas de quienes exigen que Israel desaparezca, los Ahmadinejad de aquel lado del océano, los Chávez de este lado, me obligarían a tomar partido por el país burbuja del medio oriente, ese donde se aceptan las diferencias, donde un músico genial puede armar una orquesta con palestinos y judíos, donde los ciudadanos árabes tienen los mismos derechos que los hebreos, donde las mujeres no son animales de tercera, donde las autoridades religiosas no ordenarían mi muerte por expresar criterios contrarios a su fundamentalismo, y donde una Primer Ministro declaró; “Podemos perdonar que los árabes maten a nuestros hijos, no podemos perdonarlos por obligarnos a matar a sus hijos. Tendremos paz con los árabes cuando ellos amen a sus hijos más de lo que nos odian”.

* Recomiendo el mediometraje “Los barcos de la esperanza”, con guión y dirección de Jonathan Jakubowicz . Nos hace sentir orgullo de nosotros mismos.
** Parte del guión se basa en el diario de Leon Zinn, a quien tuve el privilegio de conocer y tratar.
*** Negarse a participar, sea como músico o público, en la representación de “El Violinista sobre el tejado”, más que antisemitismo es simple estupidez. En cine o en obra de teatro es una manifestación cultural de calidad. Los idiotas se la pierden.

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